Comentario
El origen del hombre aparece relacionado con el reconocimiento de la antigüedad de la propia Tierra. A lo largo de los siglos XVIII y XIX los descubrimientos de la geología permitieron establecer no sólo que la Tierra debía tener más de los 4.004 años bíblicos sino que su historia geológica había sido enormemente complicada. Sin embargo, el reconocimiento de la antigüedad de la presencia humana necesitó también del reconocimiento de la evolución biológica. Los estudios de los geólogos destinados a desarrollar la naciente revolución industrial sistematizaron la corteza terrestre buscando nuevas fuentes fundamentalmente de materias primas y elaborando consecuentemente mapas y series geológicas que facilitaran la búsqueda de estas materias, fundamentalmente hierro y carbón.
A lo largo del siglo XVIII se fue organizando este conocimiento y estableciendo el sistema de eras que conocemos en la actualidad: Primario, Secundario y Terciario, al que se unían unos niveles aluviales, indeterminados y superficiales, que según la ideología de la época se asociaban con el Diluvio. Ya en 1829 Desnoyers introduce el término Cuaternario para definir los niveles que cubrían el Terciario en la cuenca de París. Fueron, por otro lado, los trabajos de Charles Lyell a quien debemos la introducción en 1839 del término Pleistoceno (lo mas reciente) para referirse a este último periodo de la historia de la tierra, sin considerar referencias bíblicas, al utilizar los datos de la paleontología para caracterizar estos niveles y constatar que más del 70 por 100 de las especies fósiles se corresponden con las que aún se conservan.
Sin embargo, el rasgo principal del cuaternario, la existencia de glaciarismo, todavía tardó tiempo en ser reconocido. La presencia de bloques erráticos y restos de morrenas, caracteres ambos típicos de la acción de los glaciares en la zona, fueron en principio interpretados como huellas del diluvio. Su enorme dispersión, ocupando casi todo el norte de Europa, estaba en contradicción con el propio sistema de Lyell, el actualismo, que propugnaba que los procesos antiguos eran los mismos que los modernos, y que sólo el estudio de las actividades geológicas que se conocían en la época podían explicar los de la prehistoria.
La existencia de enormes cambios en la superficie de la tierra se acercaba más a la teoría catastrofista de Cuvier, centro principal de los ataques de Lyell. La ausencia en la actualidad de glaciares en las mismas zonas invalidaba toda posible interpretación glaciar de los mismos. Los bloques erráticos de granito, situados sobre las calizas de las montañas del Jura, fueron reconocidos como productos de glaciares por el suizo Saussure en 1779 y por el inglés James Hutton en 1795, quienes pensaron que en los Alpes había habido momentos en los que los glaciares se habían extendido más lejos que en la actualidad. La visión oficial, propugnada por el actualismo, hizo que fueran interpretados como bloques arrastrados por los icebergs del lejano Norte o por fuertes inundaciones. Entre los defensores de esta teoría estaba Charles Darwin, un lyellano convencido, que había visto los bloques arrastrados por el hielo durante su viaje en el Beagle por Tierra del Fuego.
Poco a poco los investigadores, tanto suizos como noruegos, fueron observando otras evidencias del paso de glaciares sobre sus territorios. A la presencia de bloques erráticos o morrenas, se unieron las estrías producidas por la acción de bloques de piedra arrastrados por el hielo sobre las rocas. Fue Louis Agassiz quien en 1837 propuso la identificación de un gran período glaciar causante de grandes cambios climáticos y marcado por la extensión de una enorme capa de hielo que partiendo del Polo ocuparía toda Europa hasta los Alpes, así como Asia y América. A la presencia de huellas geológicas de la existencia de una época glaciar, se unieron otras procedentes de otros campos.
A lo largo del siglo XVIII los viajeros rusos comenzaron a enviar noticias de la aparición de restos de mamuts enterrados en los hielos. Los colmillos de mamut habían sido durante mucho tiempo una importante fuente de dinero para los siberianos, quienes los habían vendido primero a los chinos, y después a los rusos. Los restos fósiles de estos animales fueron otro de los argumentos utilizados por los glaciaristas para defender la extensión de los hielos. Así, a partir de 1850 se comenzó a reconocer y reinterpretar otras evidencias, y se pasó de aceptar un diluvio a reconocer que la última parte de la historia de la Tierra se caracterizaba por la presencia masiva del hielo.
Este reconocimiento cambió también la visión de la historia de los seres humanos. A la identificación, por parte de estos primeros investigadores, de una época glaciar, siguió la percepción de que ésta había sido más compleja de lo previsto.
Ya entre 1847 y 1856 las investigaciones en Suiza, Gales y Escocia permitieron establecer dos niveles de morrenas, por lo que al nivel que los separaba se denominó, lógicamente, interglaciar. Poco a poco la historia del Cuaternario se fue volviendo más compleja. En 1882 Penck estableció la secuencia que ha pasado a ser clásica, identificando cuatro avances glaciares que reconoció en cuatro afluentes del Rin, entre Ulm y Munich. Sus nombres Günz, Mindel, Riss y Würm pronto pasaron a ser parte de la terminología geológica.
La identificación de estos avances glaciares corrió paralela al reconocimiento de las fases interglaciares; sus sedimentos denotaban la presencia de faunas y floras templadas, que indicaban claramente que el clima había sido enormemente cambiante. Estos cambios climáticos implicaban no sólo que los glaciares habían ocupado Eurasia, sino que el clima global de la Tierra había variado. El reconocimiento de la globalidad de esta variación fue reconocido por investigadores como Luis Lartet, quien en el Mar Muerto identificó niveles que indicaban que el lago había sido más grande en otro tiempo por la acción de épocas más húmedas que la actual, correlacionando la subida de nivel de los lagos de climas áridos con la expansión de los glaciares. Durante los momentos glaciares, en las zonas áridas se había producido un aumento de la lluvia, que había provocado la subida del nivel de los lagos. Este hecho se constató también en otras cuencas lacustres de clima árido, como el mar Caspio o el mar de Aral. De esta forma se pudo confirmar la globalidad de los fenómenos glaciares y su repercusión sobre toda la superficie de la tierra.
Sin embargo, la investigación geológica se planteó también la necesidad de caracterizar los tiempos geológicos actuales, para los que en el Congreso Internacional de Geología de 1885 se propuso el término Holoceno (totalmente reciente). Este presenta restos paleontológicos iguales a los actuales, y en muchos casos las propias formaciones geológicas se perciben en la actualidad.
De cualquier modo, el reconocimiento de la realidad geológica de la antigüedad de la presencia humana sobre la tierra vino también complicada por el establecimiento de la propia edad de la Tierra. La famosa fecha establecida por el obispo Ussher, que situaba la creación el día 25 de octubre del año 4004 a.C., se basa en los cálculos bíblicos, único sistema de establecer cronologías conocido en la época. La identificación de los diferentes estratos geológicos de la Tierra y el triunfo de las hipótesis uniformitaristas de Lyell hicieron necesario considerar que la edad de la Tierra debía ser mucho más antigua como única forma de poder explicar la formación y posterior destrucción -por erosión- de las montañas.
Es famoso el cálculo de Darwin sobre la erosión de los sedimentos del Weald (Cretácico) del sureste de Inglaterra. Calculando el volumen de los sedimentos preexistentes y la tasa de erosión marina, obtuvo una edad aproximada de 300 millones de años para llegar a la situación actual. Esta fecha, que si bien era sólo un ejemplo de técnica actualista, pronto se vio criticada y revisada.
La crítica más efectiva vino por parte de uno de los más grandes físicos del siglo XIX, lord Kelvin. Éste, descubridor del sistema de temperaturas absolutas, se basó lógicamente en los datos físicos. Sus cálculos comenzaron por el calor emanado del Sol, llegando a la conclusión que si no se descubrían nuevas fuentes de calor el Sol, dado su volumen actual, no podía habernos calentado más de 100 millones de años. Otros análisis centrados en los propios sistemas físicos de la Tierra le llevaron a una fecha de 98 millones de años, aunque dejo un margen entre 20 y 400 millones de años. Estas fechas, avaladas por una personalidad científica como la de lord Kelvin, fueron siempre un obstáculo para los evolucionistas que no contaban con tiempo suficiente para poder mantener un ritmo constante en los pasos evolutivos hacia la humanidad, lo que llevaba indefectiblemente a aceptar un cierto catastrofismo, hecho éste siempre rechazado por los uniformitaristas.